martes, 18 de diciembre de 2012

De ombligos...



 Los he visto, redondos, pesimistas, profundos, suaves, horrendos, peludos, superficiales…pero si hago memoria, pocos que hayan dejado huella en mí.

Ante la probable cara de curiosidad que hayas puesto al leer estos adjetivos, te aclaro que me refiero a los ombligos.

Y, sin duda, esa corta relación de aquellos que merecieron mi atención fue debida más, al contexto corporal que rodeaba esa curiosa depresión del vientre, que al interés estético de un lugar que, terminada su labor al inicio de la vida, se resiste a desaparecer.
Pero hay que reconocer su habilidad, pese a su inutilidad, para atraer miradas. Creo que es por ese factor de localización que lo sitúa como punto de paso entre lugares más bulliciosos y cascabeleros.

Pero qué ocurre cuando el que mira es su portador, el que lo sufre, goza o, simplemente, lo ignora porque se conocen desde los primeros instantes de la vida. Pienso que es un modo de abstraerse, de alcanzar un nirvana personal ayudado por la postura, ya que si intentas mirarlo ayudado por un espejo siempre acabas observando cualquier punto menos ese.

Por tanto, sin entrar en clasificaciones personales sobre tan peculiar ubicación, comprendo la normal atracción a mirarnos el ombligo. Debe ser alguna maldición mitológica lo que nos empuja a ser émulos del aquel desdichado Narciso enamorado de su imagen reflejada en la charca y por la que, a veces, terminamos con esos huesecillos del cuello de la familia de la C algo tocados.

Y aunque aún no tengo el remedio definitivo para escapar de semejante condena, reconozco que alivia el fijarse en alguno ajeno. Pero te recomiendo, que ya que hay mucha variedad y cantidad, lo hagas en alguno que no sea demasiado perfecto, porque solo conseguirías cambiar de hechizo.

Si consigues alguno que esté en el punto medio entre la perfección y la mediocridad te permitirá, al igual que si te miraras el tuyo ante un espejo, desviar tu atención hacia lugares limítrofes y poco a poco te habrás curado y disfrutarás de la cantidad y calidad de lugares agradables en los que posar tu mirada.

Una ultima recomendación para esta terapia umbilical, nunca observes un ombligo ajeno demasiado cerca, puede tener contraindicaciones como la de acabar en una embrollada y ajetreada convulsión festiva y bullanguera…

martes, 13 de noviembre de 2012

La estela de azucar...



 La puerta se cerró y se hizo el silencio en la biblioteca, pero duró poco. Un oído fino se daría cuenta que un mínimo rumor de pasos pequeñitos y delicados se extendía, como una marea imparable, hasta ocupar gran parte de la inabarcable estancia.

Originaba aquel suave tropel la valiosa y poco conocida Brigada Nocturna de Ratones de Biblioteca. A sus integrantes les llamaban los Brimba, un acrónimo del que se desconocía su origen, tal vez, pensaban algunos, que procedía de alguna lengua perdida hacía ya miles de generaciones. 
 
Se les reconocía por una insignia en forma de pequeño tejuelo que llevaban colgados del cuello. Los había de diferentes colores y se los transmitían de generación en generación como signo de distinción dentro del linaje ratonil, siendo el de color lila el más valorado, seguido del azul, el verde y el rojo.

Había pocos de color lila y muchos de color rojo, algunos menos de verde, y escaseaban algo más los de azul. Era una especie de jerarquía y conforme ganaban en sabiduría e intuición su color iba cambiando sin saber cómo. Se marchaban con un color y al día siguiente el color del tejuelo había cambiado. 

Era entretenido ver el trasiego de aquella estrategia que se adivinaba bien estudiada, ya que todos sabían donde ir y se distribuían entre los estantes llenos de libros. Miles y miles de libros, algunos de ellos olvidados desde hacía décadas, no habían encontrado una mano humana que les sacudiera el polvo, que los abriera y que los leyera.

Pero los Brimba si los abrían, y los leían. Entre varios empujaban al libro por un lado, mientras otros, en una maniobra miles de veces repetida, sujetaban por donde podían hasta conseguir que se tumbara sobre su lomo obligando a sus tapas a abrirse y mostrar sus páginas.


Comenzaba entonces la tarea con la que todo Brimba soñaba, pasar las páginas, leerlas, airear el libro que, agradecido, les regalaba una suave brisa o un relajante masaje en sus patas. En el tema del masaje no solían coincidir, unos preferían el tacto suave de la letra cursiva, otros alababan la sobriedad de la negrita, pero había también quien decía que la rotundidad de una letra subrayada no tenía parangón.
 
A veces, se oía un sonido algo más alto. Era la voz de una ratoncita de tejuelo lila. Regañaba a algún Brimba novel que osaba recoger unos trozos de miel caramelizada que cuidadosamente dejaba en determinados estantes.

Sabía que, en algún momento de no se sabe qué dia, alguien pasaría a recogerlos . Pero esa es otra historia…