martes, 13 de noviembre de 2012

La estela de azucar...



 La puerta se cerró y se hizo el silencio en la biblioteca, pero duró poco. Un oído fino se daría cuenta que un mínimo rumor de pasos pequeñitos y delicados se extendía, como una marea imparable, hasta ocupar gran parte de la inabarcable estancia.

Originaba aquel suave tropel la valiosa y poco conocida Brigada Nocturna de Ratones de Biblioteca. A sus integrantes les llamaban los Brimba, un acrónimo del que se desconocía su origen, tal vez, pensaban algunos, que procedía de alguna lengua perdida hacía ya miles de generaciones. 
 
Se les reconocía por una insignia en forma de pequeño tejuelo que llevaban colgados del cuello. Los había de diferentes colores y se los transmitían de generación en generación como signo de distinción dentro del linaje ratonil, siendo el de color lila el más valorado, seguido del azul, el verde y el rojo.

Había pocos de color lila y muchos de color rojo, algunos menos de verde, y escaseaban algo más los de azul. Era una especie de jerarquía y conforme ganaban en sabiduría e intuición su color iba cambiando sin saber cómo. Se marchaban con un color y al día siguiente el color del tejuelo había cambiado. 

Era entretenido ver el trasiego de aquella estrategia que se adivinaba bien estudiada, ya que todos sabían donde ir y se distribuían entre los estantes llenos de libros. Miles y miles de libros, algunos de ellos olvidados desde hacía décadas, no habían encontrado una mano humana que les sacudiera el polvo, que los abriera y que los leyera.

Pero los Brimba si los abrían, y los leían. Entre varios empujaban al libro por un lado, mientras otros, en una maniobra miles de veces repetida, sujetaban por donde podían hasta conseguir que se tumbara sobre su lomo obligando a sus tapas a abrirse y mostrar sus páginas.


Comenzaba entonces la tarea con la que todo Brimba soñaba, pasar las páginas, leerlas, airear el libro que, agradecido, les regalaba una suave brisa o un relajante masaje en sus patas. En el tema del masaje no solían coincidir, unos preferían el tacto suave de la letra cursiva, otros alababan la sobriedad de la negrita, pero había también quien decía que la rotundidad de una letra subrayada no tenía parangón.
 
A veces, se oía un sonido algo más alto. Era la voz de una ratoncita de tejuelo lila. Regañaba a algún Brimba novel que osaba recoger unos trozos de miel caramelizada que cuidadosamente dejaba en determinados estantes.

Sabía que, en algún momento de no se sabe qué dia, alguien pasaría a recogerlos . Pero esa es otra historia…