lunes, 29 de abril de 2013

Nocturno...


Miras con fascinación y gula esa galleta que de modo antinatural va rellenando el bocado que el tiempo le da.

Sonríes al pensar que alguien la compara con una mecedora que, metamorfosis en ristre, llega a convertirse en una mofletuda y curiosa acompañante nocturna.
 
Y te alegras que, por fín, esa galleta, esa mecedora o la mofletuda curiosa, ahora reconvertida en oronda y aérea luciérnaga, ilumine tu camino nocturno.

Caminas en apariencia solo, pero sientes presencias, siempre las has sentido, tampoco es algo nuevo. Y te llegan los susurros de inquietud, de miedos, de esperanzas, de deseos, y también de frustraciones…
 
El tronco retorcido de un árbol que hay en un recodo del sendero juega con la luz de la luciérnaga y bosqueja un rostro extraño, arrugado, de mirada divergente y atribulada. Crees reconocerlo, o tal vez no, y piensas en el efecto de una amalgama de miles de rostros conocidos.

Cuando te acercas los rasgos desaparecen para volver a ser corteza arrugada de un árbol casi centenario, pero el susurro continúa…

Ves un olivo, mientras sus hojas alargadas te siguen susurrando…
Soy un roble aunque veas un olivo, llega a decirte. Quise ser lo que los demás deseaban y al final he defraudado a todos, comenzando por mí.

Ante tu risa, el árbol eriza sus ramas y temes que alguna de ellas te golpee.
Eres otro borgiano, le dices, sin que el roble-olivo entienda muy bien qué significa eso pero, al ver que no tienes una actitud ofensiva, serena la hosquedad de su ramaje.

Lo que parecía que iba a ser una solitaria caminata nocturna se ha convertido en una animada tertulia donde, árbol, luciérnaga, susurros y tú, entabláis una animada conversación mientras las alargadas hojas de lo que parecía ser un olivo se redondean y le aparecen unos pequeños lóbulos.
Os contais vuestras frustraciones por querer satisfacer aspiraciones de otros y eso añade camaradería al momento.
El susurro quiso ser canto porque su madre, la voz, no toleraría lo que pensaba era una muestra de debilidad.
El roble quiso ser olivo, porque su padre, el monte, no quería a nadie que pareciera improductivo.
La luciérnaga quiso ser cometa, porque su madre, una estrella, deseaba mostrar el camino al desorientado.
Y tú, te preguntabas que quisiste ser tú, y quisiste ser todo...
 
Agua, Tierra, Aire y Fuego. Pero nunca acertaste el momento.

Fuiste Agua cuando querían Tierra y formaste barro...

Fuiste Aire cuando querían que fueras Agua y avivaste el Fuego…

lunes, 25 de marzo de 2013

Fuego o madera...


Hay que saber ver y oir el fuego de una chimenea. No es complicado. Un poco de interés hasta cogerle su peculiar acento, pero sobre todo, que no se sienta cohibido por otros resplandores.

Es fiero, hay que guardarle las distancias, pero también es muy susceptible…pero él y yo lo sabemos, nadie es perfecto y él no iba a ser la excepción. 

Le molesta, lo sé, que no le preste toda la atención que quisiera, pero hasta ahora nos entendemos bien y no hemos tenido incidencias reseñables. 





Esta noche le he dado todo el protagonismo que a él le gusta. Apago todo aquello que pueda dar alguna luz y entonces, sabiéndose el centro de atención, comienza su espectáculo.

El hogar de la chimenea se convierte en un escenario que el colma de luces y sombras que trascienden a un singular patio de butacas donde espero su historia.

Es un mago capaz de sacar del objeto más nimio, la sombra chinesca más aterradora, la más tierna, la más intrigante o la más romántica. Si es necesario para dar más énfasis a su narración la adorna con fuegos artificiales y cientos de chispas multicolores crepitan en el aire.


La escena se desarrolla con un tempo como solo él sabe darle. Las llamas surgen a veces con violencia, casi con ganas de poner roja a esa Luna curiosa que se asoma por  lo alto de la chimenea. Otras veces, tímidas, se retraen entre la madera hasta que cogen confianza y,entonces, se muestran orgullosas de su perfil y flamear oscilantes.

Pero a pesar de la ferocidad y el ensañamiento que le he visto a veces, este fuego tiene hoy una esencia sentimental. Esa forma de enamorar, con suavidad, con ternura, raramente la he visto. 


Con cierta timidez se acerca a la madera, la roza suavemente, espera su reacción, y a que se deje acariciar envolviéndol con parsimonia en un abrazo irresistible.

Consigue desarmarla y penetrar entre las rendijas que ella va abriendo. Es consciente de que la ha conquistado y quiere conducir con vehemencia hacia su interior ese fervor abrasador. Las llamas rodean la madera, se funde con ella, y no se sabe muy bien quien es el fuego y quien  la madera.


Todo es rojo intenso y la madera pierde su color, y el fuego su llama. Todo es incandescente. Aquello no es madera, pero tampoco son llamas.  Las brasas rojas reposan en una simbiosis extraña. 


El fuego no sería nada sin la madera, la madera nunca conocería el extasis sin el fuego…se necesitan.


El fragor, las llamaradas, la jarana bulliciosa y las sombras chinescas han cesado para no robar intimidad a  los amantes.


Solo queda el delirio silencioso de las  ardientes ascuas. 


Y yo  me quedo contemplando ese inusual escenario y me pregunto si seré fuego o  madera…

miércoles, 27 de febrero de 2013

Obediencia debida...


-Dispara, cabrón , dispara...

Maldices a quien se le ocurrío poner el cuartel en aquella hendidura de la tierra, una caldera donde tú ocupabas el fondo. Un sumidero donde toda la mierda te cae encima, pero te maldices a tí tambien por ser a veces tan atolondrado tomando decisiones.

 Podrías estar en otro lugar más tranquilo y menos ajetreado, pero ya no tiene remedio y te dices que hay que aguantar.

-Disparad, cabrones, disparad...

Las voces siguen increpando a tus compañeros, y tambien a tí. Os mirais sin saber qué debeis hacer. Mientras, aquel barrigudo borracho y de grandes bolsas en los ojos, ese sapo erecto,  dispara sin cesar contra unas figuras que se mueven en la ladera que teneis enfrente.

Piensas lo estúpido que parece blandiendo su pistola que descarga una y otra vez. Sabeis que a esa distancia las balas quedarán a medio camino, y te ves tan imbécil con el fusíl en las manos, y tan imbécil de poder sucumbir a sus órdenes.

Tus neuronas o lo que sea que gobierna tus actos cruzan información entre ellas a un ritmo que apenas  dejan enterarte qué es lo que quieren que hagas.
Te dicen que a esa distancia tienes un blanco fácil, pero te preguntan  por qué vas a disparar. Le respondes que te lo están mandando, y ellas replican que por qué tienes que obedecer. Y callas...y sigues oyendo disparos del barrigudo borracho.

Un tortazo y un puñetazo te sacan de tu silencioso y trepidante diálogo interior. Y tomas una decisión, tomais esa decisión. Disparais... 

Las balas chocan contra las piedras y taladran la tierra a varios metros de aquellos infelices e ingenuos asaltantes.
 Por algún ignorado motivo, tus compañeros han pensado lo mismo que tú. Las balas provocan una aureola de polvo que rodea la huida de aquellos que, cuando se ven seguros, alardean con grandes gritos de su insensata y peligrosa  hazaña. 

Pero sabes que vuestra actitud no quedará impune. La bronca y los empujones posteriores del barrigón no serán nada. Os esperan unas horas extras de pista americana a la luz de una luna sonriente, con la mochila llena de piedras...y el estómago vacío.

lunes, 4 de febrero de 2013

Piruetas de colores...


Le había costado pero, al final, lo consiguió. Es un poco complicado meterse en una burbuja, inténtalo si quieres, pero si además, deseas remontar el vuelo con tu peso, entonces  requiere sumarle una habilidad especial. Pero él sabía cómo hacerlo.

Durante días había preparado con inusitado mimo y detalle unas notas sobre aquella tímida constelación.  Desde hacía meses le tenía obsesionado y la observaba con cierto aire de resignación allá en lo alto,  situada en una esquina del segundo cuadrante. Y esperó, y esperó hasta el momento en que se suponía iba a poder verla en las mejores condiciones. La impaciencia le corroía mientras ascendía lentamente en aquella frágil pompa, pero aquella mancha blanca y redonda que le embelesaba durante tantas noches, en esta ocasión se resistía a desaparecer bajo la oscura línea del horizonte. Y es que esa noche le estorbaba para observar “su” constelación.

Por fin la noche ganó la partida. Terminaba, ensimismado, de echar el último vistazo al orden en que tenía que hacer todas las tareas cuando un silbido fue ganando intensidad. Extrañado por aquel raro sonido miró por si la Luna había vuelto sobre sus pasos. Pero no, no era la Luna.  Con un estruendo explosivo, la burbuja estalló y algo se metió por su manga pero en lugar de caer, le arrastraba, y subía, y subía...

La explosión multicolor le obligó a cerrar los ojos por unos instantes. Sus bigotes se volvieron azules, las manos rojas, el tejuelo azul se tornó durante un momento de un color anaranjado y sus papeles quedaron flotando en el aire.

Intentaba poner en orden sus ideas, su cerebro acostumbrado a analizarlo todo, tomaba un ritmo febril buscando una causa cuando el ascenso se convirtió en una caída sin freno. El descenso fue abortado bruscamente por no sabía qué fuerza que lo empujaba de nuevo hacía arriba, luego para abajo y, sin respeto por las leyes de la gravedad, lo llevaba ahora en una trayectoria horizontal.

En ese extraño zarandeo comenzó a tomar las riendas de su pensamiento, o tal vez esas extrañas y ocultas normas de supervivencia acudieron en su ayuda, y consiguió ver la causa de tan extraña situación. Aquel extraño objeto, enganchado a un eslabón de su tejuelo azul, era el causante. Desprendía un sibilante sonido y, en su interior, un corazón rojizo lo impulsaba ayudado de una flaca varilla que le hacía de timón.

Lo atrapó, se agarró con fuerza a él  y se repitió la historia. Ahora sus bigotes era rosados, mientras que el tejuelo formaba tonalidades metálicas y sus manos desprendían un raro color verde que las hacía parecer de pistacho. Y caía, otra vez caía. Pero algo había cambiado y una sonrisa socarrona que tanto despistaba a los suyos apareció en su rostro. Estaba comprendiendo de qué iba aquello.

Mientras descendía vio subir otro flacucho silbador y consiguió agarrarse a él. Cuando estalló formó un espectacular paraguas mientras oía a lo lejos un rumor creciente y continuado como una ola de oes. Se sintió protagonista y olvidó la tímida constelación del segundo cuadrante. Saltaba de un flacucho a otro, distinguiendo los efectos de cada uno. Este subía en espiral, aquél, al estallar, era un gran aro en el que se podía sentar, este otro formaba una gran bola de miles de colores. Su favorito era el azul cobalto y aprendió a diferenciarlo y a tomarlo en su trayectoria.

No se había divertido tanto desde aquella tarde en la que, junto a una becaria de insinuante tejuelo rojo, fabricó un tobogán con los volúmenes del Espasa. Sin saber muy bien cómo, acabaron entre las páginas del volumen TOUN -TRAZ, del que aún guarda un emotivo recuerdo.

Estaba en ese trajín de recuerdos y saltos entre flacuchos y sus colores explosionados, cuando un brusca sacudida atrapó su atención y cortó su particular baile pirotécnico .

-¿Esta era la tímida constelación del segundo cuadrante que requería tanta atención? Mañana pasa por mi despacho.

Quién así hablaba era una Brimba de tejuelo lila. Adornaba su indumentaria con unos extraños y punzantes aderezos. La vio alejarse  a lomos de un extraño artefacto  que manejaba con destreza, lo que añadió intriga a la situación, mientras su corazón quedaba encogido.

Pero lo que no vió el Brimba de tejuelo azul era la sonrisa que ella esbozó mientras en su bolsillo apretaba un tejuelo rojo con el que solía disfrazarse a veces para pasar desapercibida.

Pero lo que pasó al dia siguiente, en el despacho de aquella Brimba de tejuelo lila y que a veces se disfrazaba de becaria de tejuelo rojo...eso...eso será otra historia…

jueves, 17 de enero de 2013

Aquella casa...

Cuarenta años y tres muertos después, entré  en aquella casa.

 Paso todos los dias delante de ella y suelo irme a la acera de enfrente. Me defiendo de ella así, viéndola a cierta distancia, poniendo algunos metros por medio, aunque no demasiados. La calle es estrecha.

Sé que me mira, me mira desde hace décadas cuando paso a su lado, esas dos ventanas redondas de la segunda planta me miran.

Tambien me olfatea. Su esquina algo roma por el paso del tiempo nota mi presencia y me lo demuestra moviendo algo en su interior haciendo un sonido brusco y bronco. 

Cuando alguien, hace ya muchos años, tuvo la  idea de cambiar aquella frágil bombilla que apenas iluminaba, la luz que recibía la fachada no alteró su aspecto siniestro. Aún recuerdo como el leve oscilar de la lampara hacía que las sombras en los dinteles de las ventanas semejaran unos enormes parpados que parecían espiar a quien  pasaba.

Aquel dia, era de dia, la pequeña puerta de dos hojas estaba abierta. Un montón de arena y unos sacos de yeso advertían alguna reparación en su interior y, aprovechando la ocasión, me atreví a entrar. 

 El pequeño portal olía a humedad, unas baldosas sueltas que se movían al pisarlas, formaban un camino de triangulos negros y amarillos hacia la cocina que servía tambien de comedor. Y allí, en un rincón, como yo la recordaba, estaba la mecedora en la que murió una antigua propietaria, una señora  mayor de rasgos amables y a la que nunca escuché pronunciar una palabra.

 Cuando nuestro balón caía en su balcón, antes de que yo llegara a golpear la puerta con la aldaba, ya me la encontraba entreabierta y , con mucho sigilo, yo recogía la pelota de su balcón mientras ella me miraba. Con cierta vanidad ella sonreía y adivinaba mi sorpresa y mi admiración por aquel ingenioso modo de abrir. Una cuerda que recorría un intrincado camino de carruchas que iba desde su mano al pestillo de la puerta y que con un suave tirón me permitía entrar.
  
Un día no se abrió la puerta y no pude recuperar el balón.

Arriba, en el tejado, continuaba el trasiego y se oía ruido de tejas y una conversación que no entendía. Decidí subir. Era una escalera estrecha con escalones de yeso oscurecido con almagra, y con mamperlanes de madera gastados por el uso. Uno de ellos, algo más levantado que los demás, tenía una marca de pintura roja, y de una manera instintiva, evité pisarlo. Dicen que fue el culpable de la segunda muerte, una anciana cuya radio atronaba dia y noche sin que atendiera a ruegos de vecinos ni a requerimientos de la policía municipal. 

 Cierta mañana, al pasar camino del colegio, sentí el silencio en la calle. Por la tarde, la enterraron.

El ajetreo del tejado contínuaba y tampoco llegaba a saber de qué hablaban, aunque parecía ser el tarareo de una canción. Junto a la baranda, ya en la primera planta, estaba uno de los dormitorios. Sabía lo que allí ocurrió, y temeroso, no pasé a su interior. Mis ojos se acostumbraban a la penumbra, y desde la puerta distinguía una cama de barrotes negros y pomos dorados. No tenía colchón y el somier de alambres le daba un toque desangelado e inutil. Un cuadro de una virgen y un cordon de colores era la única decoración de aquella estancia donde vivió durante unos meses aquel  hombre. Le visitaban sus hijos de tarde en tarde y siempre se  se quejaba a los vecinos de los ruidos insoportables de la calle. Nadie entendía qué queria decir con aquello, y menos aún cuando tapió la ventana.

 Un domingo, su hijo lo encontró colgado de un gancho del techo.

Un crujido y un golpe se oyeron en el tejado callando el trasiego y la conversación. O para ser más preciso, cambiaron de lugar. En la calle, un rumor creciente de voces y gente subía hasta mí.  

 Cuarenta años y cuatro muertos después, salí de aquella casa...