sábado, 10 de febrero de 2007

El camino que seguía el viajero no tenía ninguna sombra. A lo lejos veía un árbol, y mientras pensaba en el descanso, tropezaba continuamente con las piedras que había en su ruta. A la izquierda, pasó junto a un viejo caserón que intentaba mantener en pie sus dos últimas pilastras, en un intento vano de aparentar lo que hacía tiempo que ya había perdido.

Al fondo del valle, una maltrecha estación esperaba un tren que, de llegar, lo haría con veinte años de retraso y que, mientras tanto, los niños usaban sus vias y sus andenes para jugar y antes de volver al pueblo, todavía con el sol brillando.

Mientras veía aquellos jirones del paisaje, el caminante, atraido por la esperanza de llegar a su destino, apretaba el paso.

Se comparaba con una tortuga, incapaz de avivar la marcha, y se lamentaba de haber desperdiciado tanta energía. Miró su reloj, y pensó esperanzado que, como a eso de las once y cuarto, estaría frente a un buen plato de comida, pero ahora solo eran las ocho y media y el sol aún molestaba.

Un vigoroso zarandeo le devolvió a la realidad. Delante de él, un hombre uniformado de azul le miraba con sorna. Creía que estaba borracho, y preguntó:

-¿Se encuentra bién? ¿ Le ocurre algo?

Sin contestar, se levantó. Y en una rápida y aturullada mirada se convenció de que estaban solos, era el único viajero y aquella, la última parada.

Aún adormilado, caminó hacia lo que él creía que era la salida, detrás, el revisor esperaba con un creciente interés que denotaba su irónico semblante, la reacción del viajero cuando se diera cuenta que iba hacia la salida equivocada.

Las puertas, ya cerradas de la entrada de la estación no modificaron su ánimo, y al percatarse del error, mecánicamente, como si fuera una situación vivida con frecuencia, volvió sus pasos para salir por la escalera eléctrica que, al fondo, hacía sentir su presencia con su monótono traqueteo.

Ya en la calle, una ligera brisa pareció que lo despertaba, pero sus pasos mantenían la monotonía del autómata, en un ritmo acompasado con el vaivén del maletín que llevaba en su mano derecha.

En el numero 8 se paró. Miró hacia arriba, hacia las ventanas iluminadas en la parte alta del edificio. Ninguna señal de alivio pasó por su rostro.

En el rellano de la escalera, y mientras buscaba las llaves en el bolsillo del abrigo, se abrió la puerta y una mujer en bata salió a su encuentro. La penumbra del recibidor y la rapidez con la que introdujo al hombre en la vivienda ocultaron la identidad de la mujer.

Y lo que ocurrió esa noche lo inventó el periodista al que el dia siguiente encargaron de la noticia. .

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