Extasiada y cavilante se movía entre aquellos puntos luminosos que aparecían cada noche en su jardín.
-Mira, aquí hay una...y allí otra, y...mira...otra más.
Alborozada, me gritaba mientras asistía al insólito espéctaculo de las noches veraniegas. Cuando el sol se marchaba con su luz a no se sabe donde, se iniciaba aquel encendido indolente de lucecitas animadas. El perro, tendido junto a mi hamaca, miraba su lomo peludo. Despues, sus ojos me preguntaban por qué en la oscuridad de su pelo, tan negro como el interior de aquellos setos, no aparecían las misteriosas bombillas.
- Eres capaz - continuó ella con su entusiasmo - de estar recolectando luciérnagas para ponerlas aquí y salvarlas, a buen recaudo de los gorriones, y donde yo las pueda ver. Es curioso, siempre aparecen en la misma zona.
Callé y sonreí. Nunca sabría la verdad de aquella sórdida historia. Porque yo no era un salvador de luciérnagas, era un pastor de babosas.
Ella, mientras se dejaba deslumbrar por aquel punto de luz, no veía que el resto del cuerpo de la luciérnaga es oscuro, tanto como su vida. Y un dia, por casualidad, descubrí el secreto oculto de su luz. Para garantizar la supervivencia de sus crías se alimentan de babosas.
Pero ella solo verá los puntos de luz...